Por Adriel Bosch Cascaret
Tenía tanto miedo a que vetaran sus palabras que prefirió callar.
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Había una vez una hormiga que se cansó de ser quien era. Sentía que era igual a todas las demás hormigas: siempre los mismos movimientos, los mismos horarios, las mismas obligaciones, la misma vida.
Entonces decidió ser como realmente quería ser, una hormiga libre. Moverse a su antojo, hablar según le salieran las palabras, sin reparar en las consecuencias de lo que decía y no estar pendiente de los horarios y reglas que hasta el momento habían guiado su existencia. A partir de ese día cambio totalmente. Por primera vez comprendió que la soledad no la hacía feliz. (Mención Concurso Dinosaurio de Minicuentos 2004)
Yo vivo en un sitio muy especial. Es el único lugar en Cuba donde cae nieve en invierno y los dependientes son siempre amables. Todo gracias a los Cuentos.
Sí, además de personas y animales, en mi ciudad viven Cuentos. Es culpa de ellos que todo sea tan loco aquí, y que a veces pasen cosas extrañas como cuando se detuvo el tiempo.
En el centro de nuestra plaza hay un enorme Reloj de Arena. Según el maestro de historia, el fundador lo construyó primero, y alrededor suyo hizo todo lo demás.
Claro, no es el único, para saber la hora hay montones de digitales, relojes de cuerda… Sin embargo, si no cae el granito de arena correspondiente no hay reloj que se atreva a caminar, porque en mi ciudad, las horas, los minutos y los segundos son muy respetuosos de la tradición.
Pues bien, un amanecer, el más preferido de los niños, decidió intervenir en este orden. Se transformó en un martillo gigante e hizo astillas el cristal del Reloj. Una ola de arena se regó por la ciudad, y las horas, los minutos y los segundos se lanzaron espantados detrás de los granitos, que saltaban alegremente después de encierro de siglos.
Para cuando se restableció una disciplina en el tiempo, el Sol, indiferente a magias y a cuentos divertidos, ya estaba apunto de irse a dormir. Nuestro Cuento favorito fue castigado y no lo vimos una semana completa, pero aquel día memorable no tuvimos que ir a la escuela. (Premio de la Editorial Gente Nueva, Concurso Dinosaurio 2004)
Alguien propuso, una vez, una solución para acabar con la pobreza: ¡Matemos a todos los pobres! Y los mataron a todos.
Entonces los más ricos, seleccionaron nuevos pobres entre los menos ricos, y volvieron a existir los pobres. Y así. Hasta que sólo quedó un rico y un pobre. Entonces, el rico mató al pobre. Y se acabaron los ricos. (Finalista Concurso de minicuentos Dinosaurio 2004)
Una mosca pasea sobre la desnuda carne de un héroe, pero a nadie se le ocurre matarla. No en ese instante en que su irreverencia es notoria. ¿Acaso quien primero descubre que los héroes apestan no merece una disculpa? ¿La del héroe o la nuestra?
La mosca cree que pensamos que el héroe lo sabe y se afana una y otra vez en su irreverencia, a sabiendas de que nadie osará levantar la mano en su contra. Se equivoca. El héroe, como personaje literario, tiene licencia para espantarla. Pero si rompe las amarras de su estoica muerte, dejaría de ser un héroe. La mosca lo sabe. Y se aprovecha.
Un lector, conmovido ante la escena, cierra el libro de golpe. La mosca queda atrapada. Vencido el impulso de venganza, vuelve la página, comprueba la inmovilidad de la mosca, pasea, con total irreverencia, un dedo sobre la carne de la heroína. Pero a nadie se le ocurre matarlo. No en ese momento en que su irreverencia es notoria. ¿Acaso quien primero descubre que fabricar un héroe es tan fácil, no merece una disculpa?
El lector cree que pensamos que la mosca lo sabe y se afana en su irreverencia, a sabiendas de que nadie osará levantar la mano en su contra. Se equivoca. La mosca como personaje literario, tiene licencia para levantar el vuelo. Pero si rompe las amarras de su estoica muerte, dejaría de ser una heroína. El lector lo sabe y se aprovecha.
Quien escribe, conmovido por la escena, interrumpe el relato y cierra el libro de golpe. El lector queda atrapado. El escritor, vencido el impulso de venganza, vuelve la página, comprueba la inmovilidad del lector y pasea, con total irreverencia, un dedo sobre la carne del nuevo héroe.
La escena se repite. Sobre la hoja se amontonan los cadáveres. (Gran Premio del Concurso de minicuentos Dinosaurio 2004)