Por Yisel Reyes Laffita
Fotos: Lorenzo Crespo Silveira
No levantaba aun el sol y los habitantes de Poso Azul ya esperaban ansiosos su llegada. Los dos únicos locales de aquel paraje, una escuela y una bodega, paralizaron su rutina, exclusivamente para verlos actuar.
Así sucede cada año en ese asentamiento de la comunidad de Guaibanó, Consejo Popular del municipio San Antonio del Sur, uno de los más de 100 lugares donde la Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa detiene su caravana para alegrarle la vida a la gente.
Entre las primeras luces del alba apareció el transporte que se encarga de mover de un territorio a otro, ya sea intrincado o no, a esos creadores que hace más de 20 años tuvieron la iniciativa de llevar su arte a los municipios más montañosos de la provincia.
La carcajada de una pequeña dio el aviso: ¡Ahí vienen!, mientras un pelotón de niños corría a darles la bienvenida, recibimiento que encuentran los cruzados en cada rincón por donde pasan.
Su salida desde el Parque José Martí, cada 28 de enero, ya es histórica. Manuel Tames, Yateras, San Antonio del Sur, Imías, Maisí y Baracoa, para luego retornar al punto de partida es el recorrido de todos los años, con una mochila al hombro y un par de sueños en ella.
El pago: la felicidad
Desde hace 23 años, la rutina es la misma, la diferencia radica en que, en aquel entonces, eran sólo un grupo de 15 jóvenes los que se aventuraban por el lomerío guantanamero, y hoy ya sobrepasan los 50.
Poso Azul era la primera presentación de una de tantas jornadas, pero al igual que en el Manguito, minutos más tarde, o en Guaibanó, en horario de la noche, primó la calidad por parte de los cruzados, y la satisfacción y el agradecimiento, por la del público.
La admiración, el asombro, las expectativas se podían observar en cada uno de los presentes, quizás por ser la única actuación de ese tipo que tienen una vez al año o por la novedad en algunas de ellas.
En esta edición, un acto que ha tenido gran impacto entre los pobladores fue el del joven español Francisco Borja Insua Lema, quien acompaña a los teatreros con un espectáculo de marionetas, técnica nunca vista por los habitantes de esas comunidades.
A la pequeña Maidelis Méndez, de tercer grado de la escuela Enma Rosa Chui, de ese asentamiento, la delataba la viveza de sus ojos, algo tan desconocido como esos “muñecos que parecen hablar” acapararon toda su atención.
“No había visto algo así, me gustó mucho, son juguetes de madera, pero es como si estuvieran vivos, quisiera aprender como se hace”, dijo la niña, quien quedó fascinada con tal descubrimiento, al igual que una treintena más de estudiantes.
“Para ellos es muy importante tener este intercambio, no sólo porque los hace reír sino por lo que aporta a la formación y el desarrollo de sus habilidades como artistas”, manifestó Yanet Matos Gamboa, su profesora de música.
Pero los sentimientos eran mutuos, pues Borja, como se le conoce ya entre los teatreros, confesó sentirse atraído por un teatro como este, más puro y auténtico.
“La cruzada es una maravilla, una experiencia que me quedará por toda la vida, porque el tipo de teatro que siempre me gustó fue el que casi nunca se hace, y es el que va a los sitios donde menos oportunidades tienen de verlo. Puede que haya proyectos parecidos, pero no con la misma calidad”, dice el artista.
“Ese público virgen, esa sonrisa natural de los niños me ha enamorado. En España es difícil de encontrar, la gente recibe tanta información que los niños saben demasiado, así que es muy difícil sorprenderlos, y ese “¡ooohhh!” teatral que es tan raro de conseguir, aquí en Cuba lo estoy viviendo”, confiesa el visitante.
El encanto de un niño cuando se admira o queda embelesado con una obra de títeres, es el regalo más grande para los teatreros, según manifiestan a cada rato, justificación por la que regresan cada año.
Cuando cae el telón
A pesar de tantos años, la Cruzada sigue siendo difícil, pues hay que desarrollarla en campaña, dormir en el piso, o luchar con las inclemencias del tiempo, y aún así salir radiante en cada actuación porque el público merece lo mejor.
Luego de las presentaciones de la mañana regresan al campamento por la comida, elaborada por dos de los integrantes del periplo, esta tarea se rota porque todo el mundo tiene que trabajar, y eso no los exonera de participar en cualquier actividad.
En un pequeño comedor de Guaibanó, donde acampaban el pasado día 8, fue la “cocina de paso” que utilizaron, ayudados por las trabajadoras de allí que en compensación al esfuerzo artístico tratan de humanizar un poco lo que hacen.
“Después de largas caminatas, de cargar y descargar el carro, de dormir en el piso y actuar, el día se vuelve agotador, por lo que empleamos las tardes en descansar e impartir talleres o conferencias, actividades que vamos alternando”, explica Emilio Vizcaíno, director de la Cruzada.
“El trayecto es espinoso –continúa el también actor- y lo hacemos porque nos gusta, nuestro trabajo es la única forma de retribuirle a estas personas el cariño que nos brindan, pero todavía hay muchos factores que no han hecho conciencia de la importancia que tiene este encuentro con las comunidades, no solo desde el punto de vista de la recreación, sino de lo que puede aportar en el orden espiritual. Algunos detalles con la alimentación y el transporte nos afectan bastante”, dice el director.
Aunque su principio es llevar el teatro adonde no llega, para ello, requieren de mejores condiciones, pues un evento de tal envergadura y repercusión pudiera correr el riesgo de no dar el alegrón anual a sus espectadores, porque según sus propios integrantes, no tienen el apoyo necesario para desarrollar sus funciones.
Así va transcurriendo la vida de estos artistas, quienes luego de un largo día de trabajo y con un piso como cama para que la noche parezca interminable, retoman su práctica nuevamente a las 6 y 30 de la mañana, hora en que los dos cruzados encargados de la cocina se levantan para confeccionar el desayuno.
Durante los 34 días que dura el periplo, vuelven a repetir la película del día anterior: ellos le llevan su arte al público, que se lo retribuye con sonrisas, alegría, aplausos… “combustible” que usan para encender el “motor” que los transporta por las serranías guantanameras.